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La ciencia, ese campo de la actividad humana estructurada con la intención de producir conocimiento nuevo, verificable y generalizable sobre la realidad objetiva, venido ocupando en el mundo un espacio creciente en la sociedad, con una cantidad cada vez mayor de personas e instituciones dedicadas para esa labor.
En Cuba, la función de la ciencia en el proyecto de desarrollo social es una de las originalidades de la Revolución Cubana: nunca antes en un país subdesarrollado el pensamiento científico y la práctica de la investigación científica habían tenido una función tan protagónica en un proceso de transformación social; función, además, diseñada y construida coherentemente a partir de la visión enunciada por Fidel Castro el 15 de enero de 1960 de que “El futuro de nuestra Patria tiene que ser necesariamente un futuro de hombres de Ciencia, de hombres de pensamiento” .Han pasado 61 años y ese futuro es el presente de hoy.
No es el propósito de este artículo enumerar las realizaciones de la ciencia en Cuba. Son conocidas.
Lo que nos proponemos aquí es argumentar que la ciencia en el mundo, y en especial la ciencia cubana, está llamada a asumir nuevas responsabilidades en las complejas realidades del siglo XXI. Es necesario entenderlo bien para diseñar las respuestas de nuestra sociedad a esos nuevos desafíos y oportunidades.
Sí, lo son. Muchos de quienes hemos trabajado en la investigación científica y en su dirección tenemos la intuición de que su espacio en la sociedad y sus funciones son diferentes hoy de cómo eran en las últimas décadas del siglo XX. Veamos en qué se sustenta esa intuición, primero a partir de los cambios en curso en el mundo, y luego, atisbando su impacto en nuestro país.
Desde el surgimiento del método científico en el siglo XVII, y hasta finales del siglo XIX, la ciencia era una actividad de individuos motivados y creativos, primero aislados y más tarde vinculados a sociedades científicas y universidades. No formaba parte estructurada de los procesos económicos y políticos. Las innovaciones ocurrían y se aplicaban de manera empírica, y después la ciencia aportaba explicaciones. La economía se seguía basando en materias primas, bienes de capital y fuerza de trabajo.
En la primera mitad del siglo XX ocurren dos cambios importantes. El primero es que la investigación científica comienza a introducirse en las empresas, con el surgimiento de laboratorios industriales. Al convertirse en una actividad empresarial la inversión en ciencia debía generar una tasa de retorno económico, lo que ocurría a través de la comercialización de productos y servicios en cuyo precio se subsumían los costos de su desarrollo. El segundo es que la promoción de la investigación científica comienza a ser tarea de los Estados: surgen instituciones estatales de investigación y/o presupuestos diferenciados para impulsar investigaciones vinculadas a misiones específicas.
En la segunda mitad del siglo XX, a partir de la microelectrónica, la informática y la biotecnología, surgieron empresas en las que no solo se investigaba, sino en las que la investigación era la actividad principal. Comenzó a hablarse de “economía basada en el conocimiento”. La investigación científica se conectó más estrechamente con el sistema de patentes, y el ciclo económico comenzó a completarse en transacciones sobre patentes, datos y proyectos de investigación contratados, en las que no mediaba la compra-venta de productos tangibles. Se crearon nuevas instituciones financieras y nuevas formas de valorización de los activos.
Iniciado el siglo XXI la inversión en esta economía inmaterial o economía de intangibles se expandió hasta superar a la inversión de capital en activos tangibles. Esos cambios fueron rápidos. Han ocurrido en la vida de una o dos generaciones de científicos, empresarios y políticos, y es comprensible que muchos hayan terminado sus carreras con las mismas percepciones con las que las iniciaron, percepciones que ya no se corresponden con las nuevas realidades.
El concepto de intensidad tecnológica de la producción y las exportaciones intenta capturar la magnitud en la que la investigación contribuye a la productividad. El comercio internacional, en una época predominantemente de materias primas, se convirtió a partir de la primera y segunda revoluciones industriales en un comercio de manufacturas. Hoy las exportaciones industriales son más del 80% de las exportaciones mundiales de bienes. Esto es un cambio mayor, y si miramos la estructura de esas manufacturas apreciamos otro cambio: el incremento de los productos de alta tecnología.
La intensidad tecnológica de una industria se puede medir de diversas formas pero una de las métricas más usadas es los gastos en investigación y desarrollo expresados como porcentaje del valor total de las producciones. Las industrias de alta tecnología, donde el gasto en I+D es alto, incluyen la aeronáutica y espacial, la farmacéutica, la de componentes electrónicos y equipos de comunicaciones, y los equipos de alta precisión para uso médico. Un segundo grupo, denominado de tecnología “media-alta” , incluye la maquinaria eléctrica, la industria automotriz y la química, al que le siguen las industrias de tecnología media-baja como la construcción naval, la goma, la refinación de petróleo, los plásticos y la metalurgia. Finalmente, están las industrias de tecnología baja, que incluyen la de reciclaje, la madera, el papel, las impresiones, la industria alimentaria y los textiles, con una inversión en investigaciones mucho menor.
Los datos de las últimas décadas muestran la tendencia mundial al crecimiento de las exportaciones de tecnologías alta y media-alta, entre ambas, más de un 60%. La fracción correspondiente a recursos naturales oscila según los precios de los combustibles, pero se sitúa ya por debajo del 20%. Cuando el análisis se limita a los países más desarrollados con un contenido mayor de alta tecnología y media-alta, esta fracción se estima en 70%.
Aun asumiendo la necesaria cautela en la interpretación de estas cifras, se pueden apreciar tres tendencias: el crecimiento del componente de manufactura en las exportaciones; el crecimiento de la fracción de alta tecnología dentro de la manufactura; y la concentración de estas en un pequeño grupo de países industrializados. El crecimiento en las producciones y exportaciones de alta tecnología a partir de la década de 1980 estuvo asociado a la llamada “tercera revolución industrial”, la revolución de las TICs (tecnologías de la informática y las comunicaciones) marcada por las computadoras e internet.
Hasta aquí describimos lo que sucedió. Si nos asomamos a lo que está sucediendo ahora y lo que debe suceder en los próximos años, lo que vemos es la entrada en la economía de las tecnologías de la “cuarta revolución industrial”, que están transformando los sistemas globales de producción, y creando un nuevo espacio de competencia entre empresas y países. Estas son (con variaciones según los autores): la inteligencia artificial, los datos masivos, la robótica avanzada, la “internet de las cosas”, la impresión en tres dimensiones, y la biotecnología, incluyendo recientemente edición de ADN y biología sintética. Teniendo en cuenta la mayor interpenetración entre la ciencia y la producción en estos sectores, ningún país podrá “comprar” estas tecnologías sin una base propia de investigación científica y sin capital humano de muy alta calificación. Se trata además de “tecnologías disruptivas” lo que significa que cambian las maneras de producir y de estimar el valor de lo producido, y la propia estructura del empleo. Otra consecuencia será los cambios en las relaciones entre el sector presupuestado (universidades, centros científicos, etc) donde se genera mayormente el conocimiento, y el sector empresarial donde este conocimiento se transforma en productos y servicios de valor económico.
Deberá expandirse el rol del Estado en la economía, como se ha evidenciado también en la pandemia de COVID 19, aunque muchos autores, prisioneros de la trampa intelectual del neoliberalismo, no lo reconozcan, y defiendan el absurdo de que estas nuevas estructuras productivas puedan articularse sólo con mecanismos de mercado.
El producto interno bruto de una economía, que, en ausencia de indicadores mejores, define su tamaño y su crecimiento, refleja el consumo, la inversión, los gastos del gobierno y las exportaciones; pero de estos componentes es la inversión la que se mueve más visiblemente en los períodos de expansión o recesión. La inversión aporta bienes en cuya obtención una empresa o un país ha invertido recursos, bienes que son su propiedad (sus activos), y de los que se espera un retorno económico no inmediato, sino en algún momento del futuro.
El concepto es abarcador, pero hasta hace pocas décadas se contabilizaba como inversión aquello que generaba “activos tangibles”, que se pueden tocar: edificios, fábricas, maquinaria. La inversión consistía en construirlos o adquirirlos. Esos activos participaban en la producción y eventualmente se podían vender, recuperando parte de la inversión. En la década de 1990, a medida que las tecnologías de la información y las comunicaciones penetraban los procesos económicos, se fue imponiendo la idea de que elementos inmateriales, tales como una idea científica, una patente, un software , una base de datos, un “saber hacer” , una marca, un conjunto de acuerdos comerciales, un estilo de organización interna, y otros de esta índole, son económicamente importantes, y contribuyen al retorno económico de las empresas. Son “activos intangibles”. Al igual que los activos tangibles clásicos, estos intangibles han requerido un esfuerzo para su obtención, son propiedad de la empresa, y también en ciertas condiciones, se pueden vender.
A partir de finales del siglo XX, en las economías más avanzadas la inversión en activos intangibles comenzó a crecer, y se hizo ya entrado el siglo XXI, superior a la inversión en activos tangibles. Esta relación obviamente varía de un país a otro. Por ejemplo, en Microsoft el valor de sus activos materiales no llega al 5% del valor de sus activos.
Esta nueva realidad viene acompañada de no pocas complejidades. Los intangibles son activos importantes, a veces los más importantes, pero no son como cualquier otro activo.
Otro componente de los activos intangibles que ha adquirido rápidamente importancia son los datos. Con el crecimiento del poder de cómputo el volumen de datos que se puede almacenar es enorme. El crecimiento en los datos procesables comenzó como un cambio cuantitativo, pero pronto dio lugar a un cambio cualitativo. El manejo de grandes masas de datos en la ciencia comenzó en la astronomía (donde los telescopios pueden capturar en menos de un mes y las computadoras pueden analizar, más datos que los que obtuvo esta ciencia durante los siglos precedentes) y en la genética (el genoma humano, por ejemplo, tiene 3000 millones de pares de bases), pero rápidamente se ha extendido a otras áreas de la actividad científica y económica. Es la era de los “Big-Data”. Y los datos contienen valor económico. En una masa de datos suficiente hay muchas correlaciones por descubrir, muchas estimaciones de probabilidades, y muchas predicciones posibles, que conducen al científico, a la empresa, o al país a decisiones imposibles de obtener de manera intuitiva, o por “ensayo y error”.
Los datos que una empresa maneja, y los algoritmos de su exploración son activos intangibles. No basta disponer de tecnologías de la información y las comunicaciones, hay que disponer también de muchos datos potencialmente relevantes. Por ello, la economía basada en activos intangibles demandará otro tipo de organización, que estimule los flujos de información, y las sinergias, que abra espacio a interacciones no estructuradas y a exploración de oportunidades, que acepte la incertidumbre, y que motive y retenga a los trabajadores talentosos.
El corrimiento de la inversión hacia la generación de activos intangibles ha traído como consecuencia también la aparición de otras formas de financiamiento. La naturaleza de los activos y los instrumentos de su financiamiento co-evolucionan. Si la investigación científica en una empresa conduce a la creación de activos intangibles, esta no debería financiarse con las ganancias de la operación corriente. Tradicionalmente la inversión se financia con créditos bancarios, pero este sistema no funciona bien en la economía de los intangibles. El crédito bancario genera deudas, y no es el buen instrumento para proyectos con incertidumbre, como son la mayoría de las innovaciones, en las que no sabemos (precisamente por su carácter innovador) si la inversión se va a recuperar, en qué plazo y en qué condiciones comerciales. Las alternativas son dos: el capital de riesgo, y la inversión estatal.
Para acceder al capital de riesgo debemos dividir la propiedad de la empresa en acciones y vender parte de esas acciones a inversionistas privados o en las bolsas públicas de valores. El inversionista comparte el riesgo. La empresa no adquiere una deuda bancaria, pero diluye su propiedad.
A medida que los intangibles se hacen más importantes, la proporción de la inversión financiada por el Estado está llamada a crecer. La inversión estatal en ciencia pudiera ser una solución y de hecho está creciendo, pero ello genera en el capitalismo un conflicto ético: ¿a quién pertenece el activo que se genera con dinero de todos? Para los cubanos la respuesta es obvia, pertenece a todos. Pero el mundo no funciona así, todavía.
Una revolución es un intento de progreso a saltos. Las sociedades humanas son sistemas complejos, donde interactúan muchos componentes, de donde emerge un comportamiento macroscópico que no se puede predecir a partir de las leyes que rigen sus componentes por separado. Estos sistemas evolucionan adaptándose a su entorno, pero esa evolución no es un proceso gradual de pequeños cambios acumulativos que van perfeccionando su equilibrio con el entorno. Al contrario, la evolución suele ocurrir a través de grandes cambios intermitentes, separados por largos períodos de lenta evolución.
La evolución de las especies biológicas es así. Varios procesos geológicos también responden a esa dinámica. Las ideas científicas también. Las revoluciones científicas interrumpen la continuidad de la acumulación gradual de conocimientos y cambian radicalmente la manera en que vemos el mundo y hacemos ciencia. Ocurrió cuando Darwin formuló la teoría de la evolución de las especies, cuando Einstein propuso la teoría de la relatividad, o cuando Marx postuló las leyes que rigen la evolución de los sistemas económicos. No son sólo ideas de un individuo genial las que cambian las percepciones de todos los demás (nosotros): son construcciones colectivas que se van incubando a través de millones de interacciones intelectuales. Si Einstein no hubiese publicado su teoría de la relatividad en 1915, alguien lo hubiera hecho después, porque las ideas en la comunidad científica estaban maduras para ello. Miles de pequeños aportes preceden la gran transición que es la idea nueva. También sucede con las revoluciones sociales, con un largo período de gestación que comienza con la percepción por un grupo de personas y luego por más y más, de que las instituciones existentes han dejado de ser adecuadas para resolver los problemas sociales. Esa percepción colectiva va creando las condiciones para el cambio y el surgimiento de una nueva institucionalidad.
Los grandes líderes identifican ese momento y comunican la necesidad de cambios y la dirección de esos cambios a grandes masas humanas y catalizan el surgimiento de la discontinuidad que venía madurando en la conciencia colectiva. Fidel Castro y Vladimir Lenin lo hicieron.
Llevando este razonamiento al tema de las responsabilidades de la ciencia en la sociedad, el pensamiento científico en Cuba revolucionaria ha transitado por dos grandes momentos de discontinuidad (o saltos). El primero fue en la década de 1960, iniciado por la visión de Fidel que condujo a la formación masiva de cuadros científicos y la creación de nuevas instituciones científicas, insertando la ciencia en la estrategia de desarrollo de la Revolución. El segundo fue en la década de 1990, cuando a partir del esfuerzo en la biotecnología surgieron las instituciones de investigación-producción, antecesoras de lo que serían después las empresas de alta tecnología, que insertaron la ciencia en la batalla de la resistencia durante el período especial, y en el tránsito hacia una economía basada en el conocimiento. Ambos saltos estuvieron seguidos de tres décadas aproximadamente de desarrollo acumulativo y ampliación del espacio de la ciencia en nuestra sociedad. En los últimos años se empiezan a notar las condiciones para un tercer salto, cuya dirección y contenido deben emerger de los debates que están ocurriendo precisamente hoy, sobre la ciencia cubana.
Dejar atrás el capitalismo como sistema socioeconómico es la tarea principal que la humanidad necesita emprender en estos inicios del siglo XXI. Es el sistema que produjo las sangrientas guerras del siglo XX, creó indecentes desigualdades de riqueza, excluyó millones de personas de su participación en la economía y causó el deterioro del medio ambiente que hoy amenaza a todos. La humanidad no podrá sobrevivir sin superar el capitalismo. Es una tarea enorme y compleja. Las dificultades y retrocesos que hubo en el siglo XX en la construcción de alternativas al capitalismo, no hacen menos necesaria y urgente la tarea. Solamente ilustran sus complejidades. ¿Puede la ciencia asumir responsabilidades en ese paso imprescindible de la civilización?.
En el tránsito hacia una economía basada en el conocimiento, la generación y valorización de activos intangibles, y las inversiones sobre innovaciones cuya recuperación contiene más incertidumbres que en la economía tradicional, hacen más evidente la disfuncionalidad esencial del sistema capitalista. Una de las polémicas principales en el debate ideológico hoy gira alrededor de la eficiencia en la asignación de los recursos, y si esta asignación la hace mejor el Estado o el mercado. La respuesta depende de lo que entendamos por eficiencia. Si se entiende como la capacidad de generar ganancias a corto plazo para el propietario de determinados activos, y generar ventaja comparativa estimulando el consumo y excluyendo competidores, entonces los mecanismos de mercado pueden generar eficiencia.
Si la eficiencia de la inversión y del trabajo incluye la sostenibilidad social y ambiental a mediano plazo, y la reducción de las desigualdades, entonces los mecanismos de mercado son obviamente muy ineficientes.
Economistas defensores del capitalismo han sostenido que la igualdad y el crecimiento económico son fenómenos contrapuestos, y que siempre las acciones tendientes a reducir desigualdades terminarían reduciendo el dinamismo de la economía. Así fue que la esclavitud en el continente americano generó crecimiento económico para las metrópolis europeas. Pero el desarrollo tecnológico fue imponiendo una visión opuesta, que evidencia que la desigualdad es ineficiente.
Reducir las desigualdades sociales no es solamente un imperativo moral; es también una condición necesaria para el desarrollo económico. El tránsito hacia una economía de alta tecnología, basada en el conocimiento, requiere expandir el gasto social en bienes públicos: educación, salud, seguridad social y ciencia, que solo se puede ser garantizado por la inversión estatal.
La polémica ideológica sobre las desigualdades conecta con el debate sobre los derechos de propiedad. La legitimidad (más aun, la sacralización) de la propiedad privada sobre los medios de producción impuesta por la ideología capitalista se convirtió a lo largo de los siglos XIX y XX en un formidable dispositivo de expansión de desigualdades. La propiedad privada sobre los medios de producción aumenta las posibilidades de inversión privada por quien los posee y de ventajas sobre la competencia, generándose así un lazo de retroalimentación positiva que termina creando bifurcaciones irreversibles entre los que tienen y los que no tienen.
Como descubrió Marx, el capital siempre tiende a concentrarse, a menos que existan decisiones políticas y marcos regulatorios que lo impidan. La abolición de la esclavitud deslegitimó el derecho a “poseer” otra persona, pero la propiedad privada sobre los medios de producción legitima todavía el derecho a poseer los frutos del trabajo de otra persona.
Para nosotros, los comunistas, lo esencial sigue siendo la vieja contradicción del capitalismo entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación. El impacto de la ciencia en la economía y el tránsito hacia una economía basada en el conocimiento hacen esa contradicción más evidente y menos legítima. El conocimiento y la capacidad de generar conocimiento nuevo se convierten en un factor directo de la producción. Entonces cobra trascendencia la pregunta: ¿a quién pertenece el conocimiento?
El conocimiento, y especialmente el conocimiento científico y tecnológico es un producto social. Nadie puede poseer privadamente todas las piezas de conocimiento precedente necesarias para descubrir o para inventar algo. Aunque se singularice la persona que concreta un descubrimiento o una invención, su labor está siempre basada en la labor de quienes crearon el contexto cognoscitivo para que ese último paso pudiera darse.
En las sociedades contemporáneas los dispositivos institucionales para la creación y circulación del conocimiento (sistema educacional, instituciones científicas, etc) están en el sector presupuestado, que se financia con dinero público proveniente de impuestos y administrado por el Estado. Pero los dispositivos para la transformación de los conocimientos en productos y servicios comercializables están en el sector empresarial. ¿Cómo se produce la conexión entre ambos? La ideología capitalista intenta conectarlos por mecanismos de mercado a través del sistema de patentes, que se apropia de un bien que contiene muchos componentes públicos (el nuevo conocimiento) para garantizar su apropiación en manos de una empresa privada que lo utiliza. Es un sistema que genera enormes costos de transacción y es cada vez menos funcional, a medida que el contenido científico de los bienes y servicios aumenta. La eficacia de la conexión entre los procesos sociales generadores de conocimiento (educación y ciencia) y la utilización de esos conocimientos en la generación de bienes y servicios en las empresas, determinará la eficiencia de todo el sistema económico. Es una de las ventajas del socialismo.
La entrada de las tecnologías de la cuarta revolución industrial en una economía orientada a la ganancia a corto plazo, puede agudizar el problema de la exclusión, aumentando la cantidad de personas marginadas del proceso productivo, desempleados o con empleos precarios, y sin posibilidades educativas para conectarse con los empleos de alta tecnología. Un peligro similar amenaza las capacidades de los países para insertarse en la economía global, por la sustancial reducción del peso relativo de los bienes primarios en el comercio mundial, y el aumento de los productos y servicios de alta tecnología.
La conclusión final es simple, como todas las grandes verdades: el capitalismo no es compatible con la economía basada en el conocimiento. Pero una cosa es comprender un proceso, y una necesidad histórica de cambio, y otra diferente es generar la voluntad política y la cultura para lograr esos cambios. La ciencia solamente no bastará, pero ayudará a crear el contexto para que la cultura y la política hagan su trabajo. La cultura y la política movilizarán voluntades para construir una sociedad más equitativa; pero es indispensable que esa equidad se transforme en desarrollo económico. Ahí están las nuevas responsabilidades de la ciencia.
El proceso histórico cubano ha estado siempre, desde hace más de un siglo, marcado por un sentido de responsabilidad que va más allá de nuestras fronteras. En 1895 José Martí y Máximo Gómez lo enunciaron así en el Manifiesto de Montecristi: “La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aun vacilante del mundo”
El equilibrio del mundo hoy sigue siendo vacilante. Un sistema socio-económico insostenible, basado en la apropiación privada de lo que deberían ser bienes comunes, y en la competencia feroz entre los hombres por adueñarse del trabajo de otros, ha creado una enorme y creciente separación entre una minoría que tiene mucho y una gran mayoría que no tiene, ha condenado al 80% de la humanidad al subdesarrollo, y ha generado guerras y depredación del medio ambiente.
América Latina, nuestra patria grande, es también la región del mundo con una distribución más desigual de la riqueza.
En ese contexto, Cuba construye una alternativa que demuestra como se pueden alcanzar elevados niveles de salud, educación y seguridad social con escasos recursos, si se reparten bien. La disociación entre un PIB por habitante aun limitado, y los elevados indicadores de bienestar social que tenemos lo demuestra con “datos duros”. Esa alternativa cubana hoy es otro “suceso de gran alcance humano y servicio oportuno… al equilibrio aun vacilante del mundo”. La construcción de una economía cubana próspera, sobre la base de equidad y cultura, ha estado amenazada, desde hace 60 años por el bloqueo económico más largo y brutal de la historia, y por una guerra de ideas (más bien de imágenes, porque ideas no tienen muchas) muy bien financiada que intenta presentar los efectos de la agresión externa como si fueran debilidades internas del socialismo.
El objetivo mayor del proyecto social cubano, construir una sociedad justa, próspera y sostenible, nos dice también que la justicia social es objetivo primordial, pero por sí sola no basta. Hace falta que el proyecto social genere prosperidad y sostenibilidad, lo que establece imperativos económicos. Esos imperativos económicos exigen una economía innovadora y conectada con la economía mundial. Y ahí es donde aparecen con toda claridad las nuevas responsabilidades de la ciencia en Cuba.
Después del salto revolucionario de los años 60 que colocó el desarrollo científico entre las metas mayores del país (“… un futuro de hombres de ciencia…”) , y después del segundo salto de los años 90, que reforzó las conexiones de la ciencia con la producción y la economía, necesitamos ahora, entrando el siglo XXI, dar el tercer salto que coloque la ciencia y la innovación en el centro del funcionamiento de la economía. Fidel lo vió y lo dijo en 1993 al expresar que “ La ciencia y las producciones de la ciencia, deben ocupar algún día el primer lugar de la economía nacional……tenemos que desarrollar las producciones de la inteligencia, y ese es nuestro lugar en el mundo, no habrá otro”. Eso significa una transformación de fondo, no solo un perfeccionamiento de lo que veníamos haciendo. Ese es el tercer salto. Implementarlo requiere análisis, pensamiento creativo, debate y construcción de consenso, porque en las complejidades del tema hemos de identificar los nodos que determinan la transformación, y diseñar acciones de efecto multiplicador.
En los procesos sociales, se pueden proponer relaciones causales explicativas para lo que ya sucedió. Lo difícil es hacerlo para lo que debe suceder y atisbar potenciales relaciones entre las acciones que emprendemos hoy y sus efectos. Es una tarea de alto riesgo y de mucha responsabilidad, pues los procesos sociales, como sucede en todos los sistemas complejos, suelen ser exquisitamente sensibles a los detalles iniciales, y las buenas o las malas decisiones se amplifican en lazos de retroalimentación positiva hasta hacerse irreversibles.
Lo que debe suceder en las relaciones entre ciencia y sociedad, y lo que debemos hacer para que suceda requiere un análisis científico complejo. La ciencia debe darnos el instrumento teórico para penetrar la nueva realidad que está surgiendo en Cuba, y orientar la que debe surgir. Sin pretender recetas, apreciamos que de los debates en curso en varios espacios sociales cubanos en el momento en que se escribe este artículo, van emergiendo estas ideas:
Asumir las nuevas responsabilidades de la ciencia en Cuba implica hacer crecer nuestro sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación, encontrar y desplegar formas diversas y creativas de financiarlo, reforzar sus conexiones con el sistema empresarial cubano y con el sistema educacional, y reforzar y diversificar sus conexiones con el mundo. El proceso transitará por exploración de alternativas, ensayo y error, y los marcos normativos que construyamos deben permitir y propiciar esa exploración de alternativas. Los sistemas rígidos no evolucionan y terminan disfuncionales, desconectados de las realidades. Pero los sistemas caóticos, como los que generan los mercados desregulados, y las ingenuidades en las decisiones, no aprenden, y terminan siendo ajenos a los intereses de la sociedad.
Nada de lo que necesitamos sucederá guiado por las fuerzas ciegas y cortoplacistas del mercado. Por el contrario, se necesita un proceso conducido por el Estado Socialista a través de sus diferentes roles: dueño de las empresas principales, fisco, regulador, cliente de productos y servicios seleccionados, constructor de capital humano, catalizador de las conexiones internacionales a través de sus relaciones políticas, y en fin, como estratega y representante de los intereses de todos.
El Estado no puede prever de manera determinista el comportamiento del mundo más allá de algunos años, pues hay procesos que son intrínsecamente probabilísticos, distribuidos y adaptativos; pero sí puede construir contextos que aumenten las probabilidades de que avancemos hacia la sociedad justa, prospera y sostenible que queremos. Nuestro proyecto social no le apuesta al mercado, aunque lo utilice en función de objetivos mayores. Le apuesta a la conducción consciente basada en el consenso y en la cultura, de donde emana su capacidad de proteger la justicia social y la visión de largo plazo.
Y en el propósito de abrazar las nuevas responsabilidades de la ciencia participará la comunidad científica cubana toda, entendiendo que, como sentenció José Martí: “La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería”.
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